La Feria de Tlaxcala

La Feria de Tlaxcala

TIEMPOS DE CAMBIO 


Por Santiago Hernández

 

Este fin de semana, en una conversación relajada con Óscar Flores Jiménez, actual secretario de Finanzas del Estado de México, fue inevitable hablar -como suele pasar cuando se juntan los recuerdos y el cariño por la tierra- de las fiestas que marcan el corazón de nuestras comunidades.

 

El ejemplo más evidente es la Feria de Tlaxcala, celebración que, por generaciones, ha sido mucho más que un evento anual: se ha convertido en un punto de encuentro, en un escaparate de nuestra identidad y un testimonio viviente de la manera en que la historia de nuestro pueblo y la tradición familiar se entrelazan para dar forma a nuestro espíritu festivo.

 

Precisamente, vino a la memoria de Óscar Flores cómo, en sus inicios, la feria se vivía en el zócalo de la capital tlaxcalteca, cuando el aire se impregnaba del aroma a antojitos y el bullicio de la gente llenaba cada rincón de la plaza principal.

 

El tiempo y las circunstancias llevaron la fiesta al recinto ferial que conocemos, donde las exposiciones reunían a criadores de todo el estado y a los artesanos con sus piezas cuidadosamente elaboradas, así como a productores y a comerciantes que encontraban en la Feria de Todos los Santos ventanas de oportunidad para crecer.

 

Por supuesto, los juegos mecánicos eran toda una aventura para los niños, y los puestos de comida y curiosidades un motivo de disfrute para familias enteras, que esperaban con gusto singular de la temporada de feria, marcada por el clima de otoño.

 

Precisamente, esa transición en la sede de la feria fue un síntoma del crecimiento del estado y la necesidad de adaptarse a nuevos tiempos. Pero su esencia prevalecía, afianzando la imagen de Tlaxcala como un estado anfitrión por tradición, como un lugar donde se trataba de hacer sentir al visitante como en casa. Y mientras platicábamos, coincidimos en algo esencial: en esta tierra, la familia es el centro de las ferias, las fiestas y las fechas especiales.

 

Por eso, el que la Feria de Tlaxcala coincidiera con el Día de Todos Santos no era asunto menor. Con cierta nostalgia, me dijo que era una época que se vivía en unidad, con sentido de hogar, por lo que la feria no solo era entretenimiento: era también una forma de honrar la memoria de los difuntos.

 

Los altares, los colores, el pan de muerto recién horneado y las flores de cempasúchil recordaban que las costumbres se hacen fuertes en los gestos sencillos, como compartir “la calavera” con los vecinos, visitar los panteones y convivir con quienes dan vida a nuestra comunidad. De este modo, con el tono reflexivo de quien entiende la importancia de las raíces, Oscar Flores advirtió que las ferias son también una forma de economía emocional y social: generan movimiento, sí, pero también cohesionan, unen. Y tiene razón, porque en Tlaxcala, celebrar es recordar quiénes somos, y abrir los brazos para que otros también lo descubran.

 

Al final de la charla, prevaleció una sensación peculiar: la de recuperar esa magia de antaño, de proteger los orígenes, símbolos y espíritu familiar de la feria, no por mera añoranza, sino por lo que significa en términos de identidad, porque las tradiciones, cuando se viven con orgullo, constituyen la mejor forma de construir futuro. Y así, entre café y recuerdos, quedó claro que Tlaxcala no solamente tiene feria: tiene memoria, valores y un anhelo de mañana fiel a su entrañpable pasado.

(Imagen: Internet)